Hace ya mucho tiempo que la verdadera fuente del Derecho Penal en este país es la Sala 2ª del Tribunal Supremo, y la ley escrita no es más que una piedra en el camino, que puede ser rodeada
El actual presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ en funciones, Carlos Lesmes, jura su cargo en 2013 EFE
La esencia de este humilde blog, desde su nacimiento, y aun antes, desde que Zona Crítica me abriera sus puertas, ha sido desmontar falsos mitos sobre el Derecho y las Leyes. En la mayoría de las ocasiones, esas “fake laws” provienen de estereotipos importados de la ficción anglosajona.
Así, mucha gente cree que por el hecho de que le nombren un abogado de oficio, no tiene que pagarlo. En realidad, el turno de oficio sólo sirve para designar letrado y procurador a quien no tiene uno de su confianza, pero si tiene ingresos superiores al doble del salario mínimo interprofesional, o patrimonio equivalente, les aseguro que debe aflojar la mosca. Sólo en la primera asistencia al detenido, o por debajo de esos umbrales económicos, entra en juego la llamada “Justicia Gratuita”, que sí es asumida por las arcas públicas.
Otro mucho más jocoso es el de hablar de “homicidio en primer grado”, o de “acogerse a la Quinta Enmienda” para negarse a declarar ante el juez. En realidad, la Quinta Enmienda consagra el derecho a no declarar contra uno mismo o autoincriminarse, por lo que en Estados Unidos ampara tanto a investigados como a testigos. Ahora bien, tanto unos como otros se enfrentan a cargos por perjurio si se demuestra que mienten. En cambio, en España se ha tejido un haz con las fibras de esos derechos que, en la práctica, consagra el derecho del imputado, encausado o acusado, a mentir impunemente, ya que no afronta consecuencias penales. Por el contrario, los testigos están obligados a declarar, sí o sí. El problema, claro está, es cuando la declaración forzosa de un testigo le lleva a confesar hechos que le pueden involucrar en un delito, momento en que hay que interrumpir la declaración.
Pero a veces, estas “fake laws” nos las sirven en bandeja los propios medios de comunicación, cuando hablan de la tan traída y llevada “libertad con cargos”, que no existe. El procedimiento sigue un curso y la pieza sobre la situación personal del investigado, otro. Una persona puede ser detenida, puesta en libertad, sujeta a fianza, obligada a comparecer periódicamente, ser privada de pasaporte, ingresada en prisión provisional, y todo ello mientras siguen existiendo “indicios racionales de criminalidad”. Los cargos, formalmente, los presentarán las acusaciones cuando toque, que será al finalizar la instrucción.
Peor todavía es lo de “el juez sienta en el banquillo a fulanito”. El juez, como parte imparcial, no puede “sentar” a nadie, si por sentar entendemos dirigir acusación contra esa persona. Una vez finalizada la instrucción, si persisten los indicios de criminalidad, se da traslado a las partes acusadoras, necesariamente el fiscal y potestativamente las acusaciones particular y pública. Y son ellas las que “sentarán” en el banquillo al acusado, acusados, acusada o acusadas. Después de emitido el correspondiente escrito de acusación, el juez dicta el auto de apertura juicio oral, que básicamente se limita a dar cuenta de esos escritos, comprobar que son conformes a Derecho, y hacer rodar la bola hasta la siguiente pantalla. Es una resolución tan automática que ni siquiera admite recurso en contra, salvo en lo relativo a la situación personal del investigado.
¿Y por qué puedo afirmar estas cosas con total rotundidad? Porque el nuestro es un sistema jurídico basado en la ley escrita, que consagra como fuentes del Derecho la Ley, la costumbre y los principios generales, pero que en materia penal sólo acepta la Ley estricta. La que está plasmada, negro sobre blanco, en un texto normativo. Y aún más, la que tiene tal categoría formal, no sirviendo las meras disposiciones reglamentarias. Por rizar el rizo, en materia penal, estando afectados Derechos Fundamentales como la libertad personal, debe ser Ley Orgánica. Así pues, como estudié hasta la extenuación esas normas escritas, hasta poder recitarlas de carrerilla cual papagayo, puedo afirmar ciertas cosas.
Pero últimamente tengo miedo. Porque mi mundo, sostenido por sólidas columnas jurídicas, se está tambaleando.
Hace ya mucho tiempo que la verdadera fuente del Derecho Penal en este país es la Sala 2ª del Tribunal Supremo, y la ley escrita no es más que una piedra en el camino, que puede ser rodeada.
Comenzó cuando yo era estudiante. En aquel entonces, le dábamos mucho a lo que se llama “Parte General”. Ya saben, tipicidad, imputabilidad, todo lo que sostiene el entramado de los delitos concretos, que van en la “Parte Especial”. Al hablar de las atenuantes, se concebían estas como aquellas circunstancias que afectan al acusado, hasta el punto de disminuir su culpa. Por ejemplo, que no esté completamente en sus cabales, o que esté bajo un síndrome de abstinencia. También se valora el arrebato, que no puedo nombrar sin que me suene en la cabeza el himno del Sevilla F.C., como estado mental de ofuscación. Pero hay otras circunstancias como confesar espontáneamente, o intentar reparar el daño, que pueden reducir la consecuencia sancionadora, la pena.
Entonces, dos primos con el mismo nombre, los Albertos, llegaron a la Sala 2ª, acusados de un chanchullo económico. La pena que acarreaban sus delitos era de las que no permite eludir la prisión, aunque tengas la hoja de antecedentes limpia como un recién nacido. Y en ese momento, sus abogados se sacaron de la manga un as, o más bien, un conejo de la chistera. Consideraron que la larga duración del pleito, de varios años en sus sucesivas instancias, vulneraba el derecho de los acusados a un proceso sin dilaciones indebidas. ¿Tiene esto algo que ver con la conducta de los susodichos? Cero patatero. Sin embargo, basándose en las llamadas “atenuantes analógicas”, es decir, aquellas que se parecen a una, pero les falta un elemento, se inventaron la “atenuante analógica de dilaciones indebidas”. Lo peor, que los tribunales tragaron con la rueda de molino, hasta el punto de que hoy ya está recogida en nuestro Código.
Y así hemos continuado hasta hoy, en que la mayoría de los operadores jurídicos se olvidan del texto del Código, por claro que éste sea, y están a lo que diga el oráculo de la Plaza de la Villa de París. Que puede ser perfectamente un atentado al sentido común.
Por ejemplo, ante la proliferación de bandas organizadas de carteristas, que cometen decenas de hurtos leves, porque cada uno de ellos es inferior a 400 euros, nuestro sistema penal anterior a 2015 llevaba a la impunidad. Castigar con pena de multa a alguien que, por definición, es insolvente. Una burla. Así que la reforma de 2015 introduce una agravación: quien acumule tres antecedentes por hurto leve, será castigado como si fuera un hurto ordinario, pero agravado: pena de uno a tres años. Respuesta de la Sala 2ª: “Bueno, el legislador se ha pasado un poquito de frenada, así que vamos a enmendarle la plana”.
¿Resultado? el artículo 235, apartado 7º, no se aplica. ¿Por qué? Porque ningún juez quiere que sus sentencias sean revocadas por un tribunal superior, cuando ya saben por dónde sopla el viento.
Y de ahí, queridos lectores, la tremenda importancia de tener atada y bien atada la composición del Consejo General del Poder Judicial, que es quien va a nombrar a esos magistrados del Tribunal Supremo.
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Lo que no quieren que se discuta sobre el secreto profesional de los periodistas
El derecho a recibir información veraz se viola desde muchos medios sin que nadie ponga el grito en el cielo. Y muchas veces por parte de aquellos que ahora apelan al secreto profesional, ese que no querían legislar
Más de cien periodistas se concentran en Madrid por el secreto profesional EFE
Editoriales, analistas jurídicos y asociaciones de la prensa han coincidido en considerar una ilegalidad esa decisión judicial. La tesis es que esa incautación supondría vulnerar el derecho que tiene el periodista a ocultar sus fuentes como modo de garantizar que pueda seguir informando a la sociedad sin ponerlas en peligro.
Sin embargo, creo que hay muchos elementos a analizar y reflexionar.
1. La cobertura legal del secreto profesional se fundamenta en que el artículo 20 de la Constitución señala en su apartado 1.d que “La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades”. El problema es que la ley sí ha regulado la cláusula de conciencia, pero no el secreto profesional, ni siquiera lo ha definido. Durante años los lobbys de la comunicación, empresas y periodistas se han estado negando a que se legisle sobre su profesión, sabedores de que la ausencia de normativas les permitía no mejor periodismo, pero sí más poder. Así, tenemos a Juan Luis Cebrián en 1994 diciendo que “una ley que regule el ejercicio del derecho a informar, nos parece siempre una amenaza, porque lo que nos parece es que lo que va a regular es cuando el secreto vale y cuando no vale (…) una ley sobre el secreto profesional nos da la sensación de que lo que va a ser es una ley contra el secreto profesional (…)”. Los empresarios del periodismo han logrado sembrar el mantra de que “la mejor ley de prensa es la que no existe” y apelar a sus códigos éticos y deontológicos como único límite. Es en esos códigos, como el caso del Estatuto de Redacción de El País, donde han metido que: «Ningún redactor ni colaborador podrá ser obligado a revelar sus fuentes». ¿Esperaban que los jueces también se sintiese obligados a cumplir el estatuto de redacción del periódico?
Lógicamente, ante este vacío legal no puede haber forma de impedir que una orden judicial ordene la incautación del ordenador o el móvil de un periodista, como no impide la incautación del ordenador de un presidente o un ministro.
Curiosamente, ese mismo apartado 1.d del artículo 20 de la Constitución señala que “[Se reconocen y protegen los derechos] a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. Precisamente, el derecho a recibir información veraz se viola desde muchos medios de comunicación todos los días sin que nadie ponga el grito en el cielo. Y muchas veces por parte de periodistas y medios que ahora apelan al artículo 20 para reivindicar el secreto profesional, ese que no querían que se legislara.
2.- En el caso de Palma no sabemos si lo que busca el juez es identificar una fuente u otra cosa. Sabemos que el magistrado abrió una pieza separada dentro del caso Cursach a raíz de la filtración de un informe elaborado por el grupo de blanqueo de capitales de la Policía Nacional. En él se apuntaba a un posible fraude fiscal de 65 millones de euros y se advertía de la implicación de 18 personas. Quizás ahora el juez busca más información de delitos a la que hubieran tenido acceso los periodistas y no la justicia. Es oportuno aclarar que el secreto profesional no le avala al periodista para ocultar a la justicia información diferente de la identificación de la fuente, e incluso se mantiene la obligación de comunicar el conocimiento de cualquier delito cometido o tramado. Es algo similar al derecho del abogado a la confidencialidad de sus comunicaciones con sus clientes: si el juez considera que esa comunicación se utiliza para cometer un delito, ordena su interceptación sin que sea objeto de discusión. Preguntar en un interrogatorio por la fuente a un periodista sí que podría justificar, sin pocas dudas, que el periodista se negara a decirla en aras de su secreto profesional, pero no sabemos si era eso lo que buscaba el juez en esta ocasión.
3.- Quedaría definir quién es periodista, dado que en España ni se exige un título para ejercer la profesión ni existe un colegio de obligada inscripción. El Tribunal Constitucional en la Sentencia 6/1981 se refiere a los titulares como “aquellos que hacen profesión de la expresión de noticias y opiniones y son actores destacados en el proceso de la libre comunicación social”. Podría ser cualquier analista de opinión, incluso un político o un sindicalista. Todos ellos podrían tener unas fuentes que les proporcionaran una información que después usaran para una denuncia pública, en medios o en otros foros. ¿Se ha planteado alguna vez el secreto profesional para ellos? Por otro lado, el ejercicio del derecho a informar es el mismo para todos los ciudadanos, por lo que las garantías del mismo también deberían ser las mismas.
4.- Reivindicamos el secreto profesional para no identificar a los filtradores, pero ¿por qué no defendemos también a los filtradores? ¿por qué no planteamos garantías y coberturas legales para los que quieran denunciar ilegalidades o corrupciones en sus empresas o instituciones? Manning, Snowden o Falciani están siendo perseguidos o acosados. Quizás habría que pensar en protegerlos de forma directa y no solamente mediante la ocultación de su identidad.
5.- Y por último. ¿Y si quien le exige la identificación de las fuentes al periodista es su jefe? En teoría podría negarse, pero todos sabemos cómo funciona el mercado laboral: podría ser despedido. ¿Qué ha pasado ahora con el derecho constitucional al secreto profesional?
Creo que el asunto es más complejo de cómo lo están abordando los medios. Tanto consenso, tanta unanimidad en los análisis, no es bueno; sobre todo si se dejan estos elementos en el camino, quizás porque si se ponen sobre la mesa no consigan el mismo consenso entre los ciudadanos o aparezcan otras reflexiones que no interesan. Aprovechemos lo sucedido para profundizar algo más.
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