Grafiti en la calle Saint-Hilaire en Ruan (Francia). FRÉDÉRIC BISSON
En principio parece que un libertario no debe votar en una democracia representativa. En dicha democracia los partidos políticos son sus columnas y los votantes los que las sostienen. Y no hay Sansón que ayude a derribar a aquellas o a convencer a estos. Por otro lado, si para un libertario el voto es un acto vacío que perpetúa aquello contra lo que se lucha, lo puede utilizar como elemento de distorsión y sin ningún respeto. Puede hasta votar por molestar. En el primer caso se trata de un no votar lógico. En el segundo, de un voto coyuntural o que se usa para fastidiar. Las circunstancias dirán si es más adecuada la opción que se atiene sin más a los principios o la que vota en una concretísima circunstancia o por reírse del sistema. Hay argumentos a favor de las dos posturas, aunque yo me inclino por la primera. La coherencia es preferible a la incoherencia y, además, quien vota, diga lo que diga, colabora con el sistema.
Llaman más la atención los que votan dentro de la democracia existente y que, ridículamente, son considerados como ejemplares ciudadanos. Estos se visten de domingo, dicen, o les dicen, que es un día en el que se festeja la libertad y hasta se sienten ufanos por colaborar a que se mantenga la vida y la convivencia, si no en todo el planeta, sí en nuestro trozo de tierra. Es para algunos una especie de romería, de sentirse importantes, de ser fieles a una tradición familiar o simplemente votar por votar, como quien va a un importante partido de fútbol del equipo de toda la vida. Es obvio que los individuos, y no por ignorancia culpable, no son responsables de que en una elección racional no se pueda obtener la votación más perfecta. Existe una demostración matemática que muestra su imposibilidad. Pero sí se puede, si el acto de votar no es un puro juego, estar informado de lo que se vota y tener la suficiente libertad para optar por lo que uno desee. Es en este punto en donde aparece todo el paripé de las votaciones en general. Digamos antes de seguir que lo de la información y la libertad suena a cuento de hadas.
Y es que se supone que el ciudadano, palabra con la que a tantos se les llena la boca, cumple los siguientes requisitos si no se limita al juego de la gallina ciega. Supongamos que pertenece a un partido, al PSOE por ejemplo, que se autodenomina de izquierdas. Si no es un robot o una marioneta, habrá, como mínimo, echado un vistazo al programa que va a votar. Deposita su voto y no como mero rito sino como compromiso o promesa que cumplirá lo que se esconde en la doctrina que abraza. Y los cuatro años siguientes actuará en función de aquello con lo que se ha comprometido. Sus actos cotidianos serán el reflejo de su ideología. Volvámonos a otro partido, el PP que no hace falta que se proclame de derechas, lo lleva en la solapa. El recorrido será el mismo, solo que en sentido contrario. Se advertirá enseguida que lo que acabo de decir es ciencia ficción. La mayor parte de los alegres votantes meten en la urna la papeleta como la podían tirar al aire y, aparte de otras cuestiones que tienen que ver con la tradición o la presión familiar o social, se inclinan por el más guapo, el más apuesto, el que mejor hable, aunque no diga nada, o el que les gusta como gusta un buen bocadillo o una tila cuando estás nervioso. Esa es la ceremonia. Una ceremonia que parecería banal pero, en realidad, es perversa y corrompe lo que queda aún de una vieja y noble idea democrática.
La razón es que el voto disimula que todos están haciendo lo mismo bajo la cínica creencia de que son muy distintos. Si lo decisivo en la vida es la conducta, no lograríamos diferenciar a los que votan a uno u otro partido salvo en raras excepciones. Su vida sociopolítica se rige por los mismos patrones. De ahí que el esquema real sea el siguiente. La habilidad de los poderosos, cada vez menos pero con más, frente a los muchos, cada vez más pero con menos, o una fuerza mágica que todo lo domina, ha partido en dos la sociedad, A y B. A cree que todo lo que dice y hace B es malo, impresentable, destructor y antidemocrático. B, por su parte, opina lo mismo de A. Son como las dos partes de un círculo. Lo que sucede, y ahí está la trampa, es que, en el fondo y salvo algún detalle, son iguales. El sistema aplaude. Se simula la democracia eliminando la argumentación, la libertad de los individuos y con una publicidad que es el pasto de unos y de otros. Por lo demás, las conductas, que es lo que importa, son semejantes. Y quien se salga del círculo será tachado de todo lo que realmente importa a un libertario: la diferencia respetada, la unión no forzada, la solidaridad encauzada, la autogestión en vez de la imposición.
No hay que hacerse muchas ilusiones de que esto cambie. Solo queda registrarlo y, si es posible, desenmascararlo y, cuando los dioses nos sean favorables, cambiarlo. Pero de arriba abajo, y no de lado a lado para continuar engañando. Como en el circo, uno hace de listo y el otro de tonto. Pero el circo, bello y sabio, es una cosa y la vida política es otra. Hoy precisamente ni bella ni sabia.
La más alta intensidad de la vida tiene como correlativo necesario la más amplia expansión.
***
Capítulo segundo
La más alta intensidad de la vida tiene como correlativo necesario la más amplia expansión
Existencia y vida, desde el punto de vista fisiológico, implican nutrición, consecuentemente, apropiación y transformación para sí de las fuerzas de la naturaleza: la vida es una especie de gravitación sobre sí. Pero el ser, hasta para tener lo necesario, tiene siempre necesidad de acumular un exceso de fuerza, el ahorro es la ley misma de la naturaleza. ¿En qué se convertirá este exceso de fuerza acumulada por todo ser sano, esta superabundancia que la naturaleza logra producir? En primer lugar, podrá emplearse en la generación, que es un simple caso de la nutrición. La reproducción, dice Haeckel(1),es un exceso de nutrición y de crecimiento, en virtud del cual, una porción del individuo se ha independizado por completo. En la célula elemental, la generación toma la forma de una simple división. Más tarde, se hace una especie de distribución del trabajo, y la reproducción se convierte en una función especial, cumplida por las células germinales: es la esporogenia. Después, finalmente, dos células, la una ovular y la otra espermática, se unen y se funden para formar un nuevo individuo. Esta conjunción de dos células no tiene nada de misterioso; el tejido muscular y el nervioso resultan en gran parte de esas fusiones celulares. Sin embargo, se puede decir que con la generación sexual o anfigonia comienza para el mundo una nueva fase moral. El organismo individual deja de estar aislado; gradualmente, su centro de gravitación se desplaza, y cada vez se desplazará más.
La sexualidad tiene una importancia capital en la vida moral: si por milagro, la generación asexuada hubiese prevalecido en las especies animales y (en último término) en la humanidad, la sociedad apenas existiría. Desde hace mucho tiempo, se ha notado que las mujeres y hombres solteros y los eunucos son habitualmente más egoístas: su centro permanece siempre en lo más profundo de ellos mismos, sin oscilar jamás. Los niños también son egoístas: no poseen todavía un exceso de vida para derramar hacia el exterior.
La sexualidad tiene una importancia capital en la vida moral: si por milagro, la generación asexuada hubiese prevalecido en las especies animales y (en último término) en la humanidad, la sociedad apenas existiría. Desde hace mucho tiempo, se ha notado que las mujeres y hombres solteros y los eunucos son habitualmente más egoístas: su centro permanece siempre en lo más profundo de ellos mismos, sin oscilar jamás. Los niños también son egoístas: no poseen todavía un exceso de vida para derramar hacia el exterior.
Es en la época de la pubertad cuando sus caracteres, se transforman: el joven tiene todos los entusiasmos, está listo para todos los sacrificios, porque, en efecto, es preciso que sacrifique algo de si, que, en cierta medida, se disminuye; vive demasiado para no vivir más que para sí mismo. La época de la generación es también la de la generosidad. El anciano, por el contrario, se ve a menudo impulsado nuevamente a ser egoísta. Los enfermos tienen las mismas tendencias, siempre que la fuente de vida empobrece, se produce en todo el ser un deseo de ahorrar, de abstenerse para sí; se duda antes de dejar filtrar hacia el exterior una gota de la savia interior.
El primer efecto de la generación es producir una agrupación de los organismos, crear la familia y de ahí la sociedad; pero no es más que uno de sus efectos más visibles y groseros, el instinto sexual, que acabamos de ver, es una forma superior, pero particular de la necesidad general de fecundidad; ahora bien, esa necesidad, síntoma de un exceso de fuerza, no obra solamente sobre los órganos especiales de la generación, sino sobre el organismo entero; ejerce sobre todo el ser una especie de prisión cuyas diversas formas vamos a enumerar.
1 )Fecundidad intelectual. No sin razón se han comparado las obras del pensador con sus hijos. Una fuerza interior obliga también al artista a proyectarse al exterior, a darnos sus entrañas, como el pelícano de Musset. Agreguemos que esta fecundidad está, hasta cierto punto, en oposición con la generación física; el organismo no puede realizar este doble gasto sin sufrimiento. También en las especies animales, la fecundidad física parece decrecer con el desarrollo del cerebro.
‘… y mientras el mar amasaba peces yo amasaba tu vientre y tú mi poesía dos kilómetros más al sur un pelícano lloraba en las rocas’ ALFRED DE MUSSET
Los grandes genios, generalmente, han tenidos hijos de inteligencia inferior a la normal, en los cuales la estirpe se ha extinguido rápidamente. Sin duda, esos genios viven todavía con sus ideas en el cerebro de la raza humana pero, su sangre no ha podido mezclarse con la de ésta.
La fecundidad intelectual puede conducir también a una especie de relajamiento: se puede abusar del cerebro. El joven se agota, a veces, para toda su vida por un exceso prematuro de trabajo intelectual. La joven americana puede comprometer de la misma forma su futura maternidad o el destino de la generación que nacerá de ella. Corresponde a la moral restringir tanto aquí como en otro lado, el instinto de productividad. Por regla general, el gasto debe ser una excitación de la vida y no un agotamiento.
La necesidad de fecundidad intelectual, cualquiera que ella sea, modifica las condiciones de vida en la humanidad más profundamente aún que la fecundidad sexual.
El pensamiento, es, en efecto, impersonal y desinteresado.
2) Fecundidad de la emoción y de la sensibilidad. Al igual que la inteligencia, la sensibilidad quiere ejercitarse. No somos bastante para nosotros mismos; tenemos más lágrimas de las que son necesarias para nuestro propio sufrimiento, más alegrías reservadas que las que justifica nuestra felicidad.
Es preciso, en efecto, ir hacia el prójimo, multiplicarse uno mismo por la comunión de pensamientos y sentimientos.
De ahí esa especie de inquietud, de deseo no logrado que hay en el ser demasiado solitario. Cuando se experimente, por ejemplo, un placer artístico, se quisiera no estar solo para gozarlo. Se desearía hacer saber al prójimo que uno existe, que siente, que sufre, que ama. Se querría desgarrar el velo de la individualidad. ¿Vanidad? No, la vanidad está muy lejana de nuestros pensamientos. Es más bien, lo contrario del egoísmo. Los placeres inferiores son a veces egoístas. Cuando no hay más que un postre, el niño quiere ser el único en comerlo. Pero el verdadero artista no quisiera estar solo al contemplar algo bello, al descubrir alguna verdad, al experimentar un sentimiento generoso (2). Hay, en esos altos placeres, una fuerza de expansión siempre lista a romper la estrecha envoltura del yo. Frente a ellos, uno se siente insuficiente, hecho solamente para transmitirlos., como el átomo vibrante del éter transmite progresivamente el rayo de luz sideral que lo atraviesa y del cual no retiene más que el estremecimiento de un instante.
Todavía aquí, sin embargo, es preciso evitar una expansión exagerada de la vida, una especie de desarreglo afectivo. Existen hombres, por otra parte raros, que han vivido demasiado para los otros, que no han retenido lo suficiente para ellos: los moralistas ingleses los censuran con alguna razón. Un gran hombre, quizás, no tiene siempre el derecho de arriesgar su vida para salvar la de un imbécil. La joven madre que se olvida demasiado de sí misma, puede condenar de antemano a una vida enfermiza y desdichada al niño que lleva en su seno. El padre de familia que se somete con los suyos a privaciones cotidianas para dejar alguna ayuda a los niños, terminará, en efecto, por dejar alguna fortuna a seres raquíticos, sin valor para la especie.
3) Fecundidad de la voluntad. Tenemos necesidad de producir, de imprimir la forma de nuestra actividad en el mundo. La acción ha llegado a ser una especie de necesidad para la mayoría de los hombres. La forma más constante y regular de la acción es el trabajo, con la atención que exige. El salvaje es incapaz de un verdadero trabajo. Tanto más cuanto mayor es su degradación. Los organismos que, entre nosotros, son los vestigios aún vivientes del hombre primitivo -los criminales- tienen, en general, como rasgo distintivo, horror al trabajo. No se aburren con la inactividad. Se puede decir que el aburrimiento es en el hombre un signo de superioridad, de fecundidad del querer. El pueblo que ha conocido el spleen (estado de melancolía sin causa definida o de angustia vital de una persona) es el más activo de los pueblos.
Con el tiempo, el trabajo llegará a ser cada vez más necesario para el hombre. Ahora bien, el trabajo es el fenómeno a la vez económico y moral, donde mejor se concilian el egoísmo y el altruismo. Trabajar es producir, y producir es ser, al mismo tiempo, útil para sí y para los otros. El trabajo no puede llegar a ser peligroso más que por su acumulación en forma de Capital; entonces puede tomar un carácter francamente egoísta y, en virtud de una contradicción íntima conducir a su propia supresión por la ociosidad misma que permite. Pero, en su forma viva, el trabajo es siempre bueno. Corresponde a las leyes sociales impedir los malos resultados de la acumulación del trabajo -exceso de ociosidad para sí y exceso de poder sobre los otros- cómo se vigila para aislar a las pilas eléctricas demasiado poderosas.
El trabajo no puede llegar a ser peligroso más que por su acumulación en forma de Capital; entonces puede tomar un carácter francamente egoísta y, en virtud de una contradicción íntima conducir a su propia supresión por la ociosidad misma que permite. (...) Corresponde a las leyes sociales impedir los malos resultados de la acumulación del trabajo -exceso de ociosidad para sí y exceso de poder sobre los otros- cómo se vigila para aislar a las pilas eléctricas demasiado poderosas.
Existe la necesidad de querer y trabajar no solamente para sí, sino también para los otros. Se siente la necesidad de ayudar al prójimo, de ayudar con el propio esfuerzo a empujar el carruaje que penosamente arrastra la humanidad, en todo caso de moverse alrededor.
Una de las formas inferiores de esta necesidad es la ambición, en la que no hay que ver solamente un deseo de honores y de fama, porque es también, y ante todo, una necesidad de acción o de palabra, abundancia de vida en su forma un poco grosera de potencia motriz, de actividad material, de tensión nerviosa.
Algunos caracteres poseen sobre todo la fecundidad de la voluntad, por ejemplo Napoleón I; éstos transforman la faz del mundo a fin de imprimir en él su efigie; quieren sustituir la voluntad de los otros por la suya, pero tienen una sensibilidad pobre, una inteligencia incapaz de crear en el gran sentido de la palabra, una inteligencia que no vale por sí misma, que no piensa por pensar y a la que convierten en un instrumento pasivo de su ambición. Otros, han representado un papel muy grande en la evolución humana y en el establecimiento de la moral, pero, muy a menudo, carecen de inteligencia y de voluntad. En suma, la vida tiene dos fases: por una es nutrición y asimilación, por la otra producción y fecundidad. Cuanto más adquiere, más necesita gastar, ésa es su ley. El gasto no es fisiológicamente un mal, es uno de los términos de la vida. Es la expiración que sigue a la inspiración.
Por lo tanto, hechos todos los cálculos, el gasto para los otros que exige la sociedad no es una pérdida para el individuo, es un engrandecimiento deseable y hasta una necesidad.
El hombre quiere convertirse en un ser social y moral, está siempre atormentado por esta idea. Las células delicadas de su cerebro y de su corazón aspiran a vivir y a desarrollarse de la misma forma que esos homúnculos de que habla Renán en alguna parte: cada uno de nosotros siente en sí una especie de empuje de la vida moral, como el de la savia física. Vida es fecundidad, y recíprocamente, fecundidad es vida desbordante, esto es la verdadera existencia. Existe una cierta generosidad inseparable de la existencia, y sin la cual se muere, se deseca uno interiormente. Hay que florecer; la moralidad, el desinterés, son las flores de la vida humana.
El hombre quiere convertirse en un ser social y moral, está siempre atormentado por esta idea. Las células delicadas de su cerebro y de su corazón aspiran a vivir y a desarrollarse de la misma forma que esos homúnculos de que habla Renán en alguna parte: cada uno de nosotros siente en sí una especie de empuje de la vida moral, como el de la savia física. Vida es fecundidad, y recíprocamente, fecundidad es vida desbordante, esto es la verdadera existencia. Existe una cierta generosidad inseparable de la existencia, y sin la cual se muere, se deseca uno interiormente. Hay que florecer; la moralidad, el desinterés, son las flores de la vida humana.
Homúnculo 9, por Hideo Yamamoto
Siempre se ha representado a la Caridad como una madre que tiende a los niños su seno rebosante de leche; es que, en efecto, la caridad se confunde con la fecundidad desbordante; es como una maternidad demasiado plena para limitarse a la familia. El seno de la madre tiene necesidad de bocas ávidas que lo agoten; el corazón del ser verdaderamente humano tiene también necesidad de hacerse dulce y caritativo para todos; hay en el bienhechor mismo un llamado interior hacia los que sufren.
Hemos comprobado hasta en la vida de la célula ciega, un principio de expansión que hace que el individuo no pueda bastarse a sí mismo; la vida más rica resulta ser también la más inclinada a prodigarse, a sacrificarse en una cierta medida, a compartirse con los otros. De donde se desprende que el organismo más perfecto será también el más sociable, y que, el ideal de la vida individual es la vida en común. Por lo que, nuevamente, se halla colocada en el fondo del ser la corriente de todos los instintos de simpatía y de sociabilidad que la escuela inglesa nos ha mostrado a menudo como adquiridos, más o menos artificialmente, en el curso de la evolución y en consecuencia como aproximadamente adventicios. Estamos bien lejos de Bentham y de los utilitarios que tratan de evitar la pena por todas partes, que ven en ella al enemigo irreconciliable; es como si no se quisiera respirar demasiado fuerte por miedo a gastarse. En Spencer mismo, hay todavía demasiado utilitarismo. Muy a menudo, además, mira las cosas exteriormente, no ve en los instintos desinteresados más que un producto de la sociedad. Hay, creemos, en el seno mismo de la evolución individual, una evolución correspondiente a la evolución de la vida social, que hace a ésta posible, que es su causa en lugar de ser su resultado(3).
NOTAS:
*Segunda edición cibernética, enero del 2003 Captura y diseño: Chantal López y Omar Cortés
Nueva digitalización desde la página www.antorcha.net Junio de 2009, para formato .pdf, por R.M.
(2) Es preciso distinguir, sin embargo, aquí, entre el placer del artista, que es siempre fecundo y consecuentemente generoso y aquel del amateur del arte que puede ser estrecho y egoísta porque es completamente estéril. Ver nuestros Problemas de la estética contemporánea.
(3) Se nos ha objetado que la fecundidad de nuestras diversas potencias interiores podía satisfacerse igualmente bien en la lucha como en la concordancia con el prójimo, en el aplastamiento de otras personalidades lo mismo que en su elevación. Pero, en primer lugar, se olvida que los otros no se dejan aplastar tan fácilmente: la voluntad que trata de imponerse, encuentra necesariamente la resistencia del prójimo. Aun si triunfa sobre esta resistencia, no puede hacerlo absolutamente sola; le es preciso apoyarse en aliados, volver a constituir así un grupo social e imponerse, con respecto a ese grupo amigo, los mismos servicios de que ha querido liberarse con respecto a los demás hombres, sus aliados naturales. Toda lucha, pues, acaba siempre por limitar la voluntad exteriormente; en segundo lugar, la altera interiormente. El hombre violento ahoga completamente la parte simpática e intelectual de su ser, es decir, lo más complejo y elevado que hay en él desde el punto de vista de la evolución. Al embrutecer a los demás, se embrutece más o menos a sí mismo. La violencia que parecía así, una expansión victoriosa de la fuerza interior, acaba, pues, por ser una restricción; dar como objeto a la voluntad el abatimiento de los demás, es darle un objeto insuficiente y empobrecerse a sí mismo. En fin, a causa de una última desorganización más profunda, la voluntad llega a desequilibrarse completamente debido al empleo de la violencia; cuando se halla habituada a no encontrar en torno suyo ningún obstáculo, como ocurre a los déspotas, todo impulso llega a ser irresistible; las inclinaciones más contradictorias se suceden entonces; es una ataxia completa; el déspota se vuelve niño, se halla entregado a caprichos contradictorios y su omnipotencia objetiva acaba por llevarlo a una real impotencia subjetiva. (Educación y Herencia, pág. 53.).
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